Columna de Opinión

"Sin la presencia y el buen funcionamiento de mecanismos de control interno y externo, “de abajo hacia arriba” y entre poderes, se corre un serio riesgo de iniciar una más o menos larga pero segura transición hacia modelos “ejecutivistas” de democracia."

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Autor: María Laura Eberhardt, Doctora por la Facultad de Derecho de la UBA, Doctora en Ciencia Política por la UNSAM, Investigadora del CONICET

El Control para la República, la República para la Democracia Liberal

Introducción

En el marco de las graves crisis que atraviesan numerosos países latinoamericanos, los que derivaron o pueden derivar en gobiernos populistas de corte autoritario (como la Nicaragua de Ortega –Eberhardt, 2018– o la Venezuela de Maduro –Eberhardt y Serrafero, 2018–), la preocupación por el control del poder cobra gran relevancia en nuestros días.

Desde el inicio del pensamiento filosófico occidental, el afán por encontrar la mejor forma de gobierno ha ocupado un lugar central en las obras clásicas de sus más encumbrados autores: Aristóteles, Polibio, Maquiavelo, Locke, Montesquieu, Madison, entre muchos otros. No casualmente, la forma de gobierno más estable y duradera y, por eso mismo, la mejor posible, consistió, para todos ellos, en la llamada República, sustentada en una suerte de constitución mixta en la cual los diversos órganos de mando ejercían un control mutuo que les permitía alcanzar un punto medio o de equilibrio entre sectores sociales o poderes contrapuestos.

Tal es así, que muchos de estos arreglos institucionales, como la división de poderes, los frenos y contrapesos, la elección de los gobernantes, la rotación de los cargos públicos, entre otros, constituyen diversas formas de control del poder que aún hoy se reconocen como principios básicos republicanos.

Dichos arreglos, que hacen posible el ejercicio efectivo de la rendición de cuentas (accountability), tanto horizontal (entre poderes), como vertical (de los gobernantes hacia sus gobernados), son a su vez un elemento indispensable e ineludible para el sostenimiento de las democracias liberales en la actualidad.

Sin la presencia y el buen funcionamiento de estos mecanismos de control interno y externo, “de abajo hacia arriba” y entre poderes, se corre un serio riesgo de iniciar una más o menos larga pero segura transición hacia modelos “ejecutivistas” de democracia (como la plebiscitaria, la delegativa o la populista), en los que los Poderes Legislativo y Judicial son cooptados o anulados progresivamente en pos de un ejercicio cada vez más arbitrario y excesivo del Ejecutivo, con los esperables atropellos a los derechos humanos y, en particular, a los de las minorías.

El control para la República: de Aristóteles a Madison

La inclinación por el gobierno republicano (aquellas constituciones que establecen algún tipo de división de poder) y la importancia asignada al control en sus diversas formas, como uno de sus componentes centrales, ha estado presente en los orígenes mismos de la filosofía occidental hasta la actualidad. Para comenzar, Aristóteles (384 – 322 a.C.; Estagira, Grecia) postula una tipología basada en dos criterios fundamentales: cuántos individuos ejercen el Gobierno (uno, pocos o la mayoría) y cómo gobierna/n (en vistas del interés general o del interés particular).

Así, el gobierno unipersonal que vela por el bien común se llama monarquía; el gobierno de pocos que busca lo mejor para la ciudad, es la aristocracia; y cuando gobierna la mayoría mirando el bien común, se denomina politeía o república (Aristóteles, 1998:120). Las desviaciones de los regímenes rectos serían: la tiranía (de la monarquía), orientada al interés del rey; la oligarquía (de la aristocracia), al de los ricos; y la democracia (de la república), al de los pobres.

Aristóteles se inclina por la politeía (“constitución” o “república”) en tanto mejor forma de gobierno. Esta forma recta se constituye a partir de una combinación entre otras dos formas viciadas: la oligarquía o gobierno de los ricos (que en general son la minoría) y la democracia o gobierno de los pobres (que en general son la mayoría), ambos en interés propio (Aristóteles, 1998:162).

La ventaja de esta forma de gobierno es que asegura la paz social, ya que remedia la causa de tensión mayor en una sociedad: la lucha entre ricos y pobres. Ciertamente, la república realiza la única unión posible, a juicio de Aristóteles, entre la riqueza y la pobreza. Esa unión se logra a partir de la mezcla (gobierno mixto) entre las instituciones características de los dos regímenes corruptos que la conforman (oligarquía y democracia), obteniendo un justo medio que da origen a una forma de gobierno buena. Para Aristóteles, la virtud radica en la mesura, el equilibrio, la moderación, el término medio, la vida intermedia, que evita los excesos en uno y otro sentido. El mejor régimen será entonces la república, en tanto es la única capaz de alcanzar tal punto medio.

A partir de la combinación de las principales instituciones de ambas formas de gobierno, se hace posible el mutuo control entre los dos sectores sociales en pugna: los ricos y los pobres. Dicho control mutuo resulta fundamental para alcanzar y sostener la deseada estabilidad del régimen. Estos sectores contrapuestos “no soportarán gobernar alternativamente, a causa de la mutua desconfianza, y en todas partes el más digno de confianza es el árbitro, y árbitro es el de la clase media” (Aristóteles, 1998:171). Por tanto, “cuanto mejor mezclado esté el régimen, tanto más estable” (ídem).

También en la antigüedad clásica, aparece luego Polibio (200 – 118 a. C.; Megalópolis, Grecia), quien postula la existencia de seis formas de gobierno simples, basadas en un principio único. Tres de ellas son buenas: la monarquía, la aristocracia y la democracia. También distingue tres formas malas: la tiranía, la oligarquía y la oclocracia (el tercer término en referencia a la plebe, muchedumbre, populacho o chusma). La distinción entre ambos grupos radica en si el gobierno se basa en la fuerza o en el consenso, y si es ilegal (arbitrario) o se conduce según las leyes (Bobbio, 2006:10).

Dichas seis formas de gobierno simples están destinadas por ley natural a la degeneración, provocando un ciclo constante de cambio e inestabilidad denominado “anaciclosis” (Sierra Narganes 2014: 14). Son precarias por naturaleza. Tanto las constituciones rectas como las corruptas son por ello todas malas, incompatibles con el desarrollo ordenado y estable de la vida cívica (Bobbio, 2006:11). Polibio prefiere entonces las formas compuestas o mixtas, como la República Romana (s. VI–I a.C.) Esta séptima forma de gobierno combina y sintetiza instituciones de las tres modalidades simples buenas y es, por tanto, la mejor constitución.

El modelo romano se componía de tres cuerpos: los cónsules (de la monarquía), el senado (de la aristocracia) y los comicios del pueblo (de la democracia), cada uno con sus funciones definidas (Polibio, 1986). Sin embargo, estas instituciones no eran autónomas, sino que contaban con vías de contrapeso y conexión. De este modo, cualquier acción podía ser impedida o desviada por los otros órganos y había temor de la vigilancia mutua (control horizontal).

Efectivamente, cada órgano podía tanto colaborar como obstaculizar (frenar) al otro, razón por la cual “ninguna de las partes excede su competencia y sobrepasa la medida” (Bobbio, 2006:12). El contrapeso y control mutuo (los posteriormente denominados checks and balances) entre los tres cuerpos principales de gobierno, que representaban a los tres sectores más importantes de la sociedad (de intereses opuestos), evitaba los excesos y reacciones de alguna/s parte/s, garantizaba el equilibrio y la estabilidad del régimen y, consecuentemente, aseguraba la pretendida libertad de los ciudadanos. Dando un salto importante en la historia del pensamiento, arribamos a los inicios de la modernidad con Maquiavelo (1469-1527, Florencia), quien ofreció una clasificación bipartita de las formas de gobierno: “repúblicas y principados” (Maquiavelo, 1997:35). Su clasificación es cuantitativa, según si gobierna una sola persona (física) o un colectivo (persona jurídica). Este último, la república, puede ser un colegio aristocrático o una asamblea popular (Bobbio, 2006:65).

Respecto de las constituciones simples reconocidas en la Antigüedad, observa que “los legisladores prudentes huyen de cada una de estas formas en estado puro, eligiendo un tipo de gobierno que participe de todas, juzgándolo más firme y más estable, pues así cada poder controla a los otros, y en una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el gobierno popular” (Maquiavelo, 2000:38). Introduce así su preferencia por las formas mixtas. Dicha preferencia se basa en que el mutuo control entre los diversos poderes permite lograr la ansiada firmeza, estabilidad y permanencia del gobierno, porque cada uno de esos poderes vigila y contrarresta los abusos de los otros.

De hecho, Maquiavelo admiraba el gobierno mixto de Roma, formado por dos cónsules, un senado y los tribunos de la plebe, en los que se hacían presentes los sectores antagónicos de la sociedad: el rey, la nobleza y el pueblo: “en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos, como se puede ver fácilmente por lo ocurrido en Roma” (Maquiavelo, 2000:42).

A diferencia del principado, considera que en la república el control mutuo entre los intereses contrapuestos en la sociedad constituye un efectivo resguardo del gobierno y de la libertad. Este régimen mixto logra conciliar así el interés público (de los gobernantes) con el interés privado (de los habitantes), lo que le permite perdurar en el tiempo y mantener la libertad. La república realiza la virtud (virtú) en tanto propende a la actividad política de sus habitantes, porque la coincidencia entre el bien público y el bien particular hace surgir las mejores leyes, y porque al dar expresión a los diversos intereses y no estar atada al gobierno de uno solo es más capaz de adaptarse a los cambios de la fortuna y alcanzar la estabilidad de gobierno.

Desde una perspectiva contractualista y liberal, Locke (1632-1704, Reino Unido) defiende la libertad individual frente al poder del Estado. Parte de la premisa de que, si los hombres deciden salir del estado de naturaleza, es porque algunos individuos amenazan sus vidas y sus bienes. Acuerdan por tanto delegar el poder de defender su supervivencia y conforman una sociedad, con el fin de “disfrutar de sus propiedades en paz y seguridad” (Locke, 1998:140). Para ello, establecen el Poder Legislativo, que es el supremo poder, encargado de hacer efectiva la ley natural fundamental: “la preservación de la sociedad” y “la de cada persona que forma parte de ella” (ídem).

Inmediatamente, Locke introduce una serie de frenos o controles a los poderes instituidos a fin de preservar la libertad individual en el Estado. El primer control es que quienes dictan el derecho positivo deben hacerlo conforme al espíritu de la ley natural a la que están igualmente sometidos. Y agrega: “como la principal ley de naturaleza es la preservación de la humanidad, ninguna acción humana que vaya contra esto puede ser buena o válida” (Locke, 1998:143).

El segundo control es el gobierno de las leyes, puestas incluso por encima de las voluntades de sus hacedores, los legisladores: “sea cual fuere la forma que adopte un Estado, el poder supremo debe gobernar según leyes declaradas y aprobadas, y no mediante dictados extemporáneos y resoluciones arbitrarias” (Locke, 1998:145).

El tercer control impuesto al Legislativo consiste en el modo previsto para su conformación y funcionamiento: debe asentarse en una asamblea compuesta por muchas y diversas personas. Hechas las leyes, “la asamblea vuelve a disolverse, y sus miembros son entonces simples súbditos, sujetos a las leyes que ellos mismos han hecho; lo cual es un nuevo y seguro modo de garantizar que tengan cuidado de hacerlas con la mira puesta en el bien público” (Locke, 1998:151).

En cuarto lugar propone su tesis principal: la conveniencia de separar los poderes Legislativo (que hace la ley y es por tanto temporal) y Ejecutivo (que vigila su aplicación y es por ello permanente), como un modo de controlar y refrenar los posibles abusos de quienes los ejercen. Y ello “debido a la fragilidad de los hombres (los cuales tienden a acumular poder)”, los que “podrían ser tentados a tener en sus manos el poder de hacer leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen”, o “de hacer las leyes a su medida y de ejecutarlas para beneficio propio, llegando así a crearse intereses distintos de los del resto de la comunidad y contrarios a los fines de la sociedad y del gobierno” (Locke, 1998:150-151).

En esta línea de accountability horizontal agrega como quinto control la supremacía del Legislativo por sobre el Ejecutivo: “el poder ejecutivo que se deposita en una persona que no es parte de la legislatura, es claramente un poder subordinado al poder legislativo y debe rendir cuentas a éste; y puede cambiar de manos y ser depositado en otra persona, si así lo desea la legislatura” (Locke, 1998:156), “y castigar a quienes hayan hecho mala administración de las leyes” (Locke, 1998:157).

Un último control al poder estatal, esta vez ejercido por los ciudadanos (accountability vertical), radica en que, al ser el poder supremo legislativo “un poder fiduciario, con el encargo de actuar únicamente para ciertos fines, el pueblo retiene todavía el supremo poder de disolver o de alterar la legislatura, si considera que la actuación de ésta ha sido contraria a la confianza que se depositó en ella” (Locke, 1998:154). Dicho poder es el derecho de resistencia a la opresión, a partir del cual los súbditos pueden recuperar el poder delegado transitoriamente a los gobernantes, instaurar un nuevo gobierno o reemplazar a sus ocupantes.

Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755, Francia) presenta su distinción de “tres especies de gobiernos: el republicano, el monárquico y el despótico (Montesquieu, 2000:8). Esta tipología anómala “combina dos criterios diferentes, el de los sujetos del poder soberano, que permite distinguir la monarquía de la república, y el modo de gobernar, que consiente diferenciar la monarquía del despotismo” (Bobbio, 2006:127).

En cuanto al funcionamiento de estos regímenes, Montesquieu observa que “no hace falta mucha probidad para que se mantenga un poder monárquico o un poder despótico. La fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe en el otro, lo ordenan y lo contienen todo” (Montesquieu, 2000:15). De lo contrario, “en un Estado popular no basta la vigencia de las leyes ni el brazo del príncipe siempre levantado; se necesita un resorte más, que es la virtud” (Ídem). Y esto debido a que en un gobierno popular “hacen ejecutar las leyes los que están a ellas sometidas y han de soportar su peso” (Montesquieu, 2000:15-16). Es por tanto la virtud el mejor freno o control a las pasiones del pueblo, quien, en la democracia, “es en ciertos conceptos el monarca” y “en otros conceptos es el súbdito” (Montesquieu, 2000:8).

Para que el gobierno republicano democrático (basado en la igualdad entre gobernantes y gobernados y de los gobernados entre sí) pueda sostenerse necesita principalmente de la virtud cívica o pública, “que es la virtud moral en el sentido de que se dirige al bien general” (Montesquieu, 2000:18). La virtud política es una renuncia a sí mismo: que quien hace ejecutar las leyes comprenda que está sometido a ellas y soporte su peso (autocontrol, moderación, amor a las leyes y a la patria, percibida como cosa de todos los iguales). Consiste en preferir el bien público al bien propio. Por el contrario, “cuando en un gobierno popular se dejan las leyes incumplidas, como ese incumplimiento no puede venir más que de la corrupción de la república, puede darse el Estado por perdido” (Montesquieu, 2000:16).

En lo que hace a la libertad en relación con la Constitución, para Montesquieu solo es posible en los gobiernos moderados. Observa una tendencia habitual de abuso de poder por quien lo tiene. Y enseguida agrega: “para que no se abuse del poder, es necesario que le ponga límites la naturaleza misma de las cosas. Una Constitución puede ser tal, que nadie sea obligado a hacer lo que la ley no manda expresamente ni a no hacer lo que expresamente no prohíbe” (Montesquieu, 2000:103).

En cuanto a su segunda concepción de libertad, la referida al ciudadano, considera que “la libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad: para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro” (Montesquieu, 2000:104).

En ese sentido, continúa y profundiza la labor iniciada por Locke en lo que hace a la división y separación de poderes como un modo de control y freno mutuo entre sus diversos agentes: “cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente” (Ídem). Tampoco “hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como si el juez fuera legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor” (Ídem). Finalmente, delinea una serie de facultades y derechos cruzados entre el legislativo y el ejecutivo, para asegurar el mutuo control y equilibrio entre ellos.

Para finalizar con esta selección de autores clásicos del pensamiento occidental, en parte arbitraria por lo acotada, que se ocuparon de la cuestión del control como un componente fundamental de los gobiernos republicanos estables, mencionamos a James Madison (1751-1836, EE.UU.), quien, en línea con Locke y Montesquieu, sostiene: “la acumulación de todos los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos (…), puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía” (Hamilton, et al, 2000:205). Y agrega: “la conservación de la libertad exige que los tres grandes departamentos del poder sean separados y distintos” (ídem).

Sin embargo, aclara que esta división de poderes de ningún modo significa que “estos departamentos no deberían tener una intervención parcial en los actos del otro o cierto dominio sobre ellos” (Hamilton, et al, 2000:205-206). Por el contrario, como “el poder tiende a extenderse y (…) se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”, tras la diferenciación de los poderes se debe “establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extralimitaciones de los otros” (Hamilton, et al, 2000:210).

Cada departamento debe por tanto contar con la posibilidad de influir en las decisiones de los otros: los checks and balances o frenos y contrapesos. Con la intervención parcial entre los departamentos (judicial, ejecutivo y legislativo), la coordinación entre poderes se hace necesaria y el control político, posible. Si la división y separación de poderes es el primer control a la excesiva concentración de poder en el Estado y a su potencial abuso, el establecimiento de frenos y contrapesos mutuos constituye el segundo de dichos controles.

Finalmente, considera la virtud política ciudadana como un pilar básico de la república. Consciente de que el hombre siempre buscaría su bien privado, advierte que el sistema político debe saber equilibrar esos intereses particulares, contrapesarlos, frenarlos y aunarlos en un bien público: “el objetivo constante es dividir y organizar las diversas funciones de manera que cada una sirva de freno a la otra para que el interés particular de cada individuo sea un centinela de los derechos públicos” (Hamilton, et al, 2000:221). Y esto es así debido a que “si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno” (ídem).

La República para la Democracia Liberal: los tiempos actuales

Partiendo de los diagnósticos y propuestas realizadas por los principales teóricos que reflexionaron sobre el control del poder, la estabilidad de los gobiernos y la libertad, desde el siglo IV a.C. hasta el siglo XIX, cabe revisar cómo se definen y constituyen las repúblicas liberal-democráticas en nuestros tiempos. Dicha revisión nos permitirá distinguirlas de los regímenes no democráticos, no liberales y/o no republicanos existentes en Latinoamérica, o que se encuentran en vías de transición hacia estos.

Ello resulta útil en el escenario regional actual, con gobiernos “hiperpresidencialistas” que desequilibraron la balanza de poderes hacia la concentración de facultades en el Ejecutivo, en detrimento de los poderes Legislativo y Judicial. Tal desequilibrio, acumulación excesiva de potestades en el presidente y atropello a los mecanismos de control, ha ido avanzando en una dirección en la que muchas veces resulta complejo determinar de qué tipo de régimen se trata y, sobre todo, si aún pueden ser clasificados como democracias liberales plenas.

Estos regímenes híbridos, de difícil clasificación, son también habitualmente llamados “democracias”, aunque se alejan del modelo liberal-republicano puro, acercándose a otros formatos de tipo “ejecutivistas”: como la democracia plebiscitaria de Weber, la democracia delegativa de O´Donnell y la democracia populista del siglo XXI o radical (Serrafero, 2013:6). Algunos gobiernos fueron incluso más lejos en su concentración de poderes y en su falta de control efectivo, comenzando una transición hacia órdenes de corte autoritario.

Los principios republicanos

En la actualidad, el republicanismo, corriente teórica que postula la república como la mejor forma de gobierno, le atribuye ciertos componentes básicos que hacen al imperio de la ley y al control mutuo y equilibrio de poderes. Tales principios son: la separación de poderes; la presencia de frenos y contrapesos; la rotación de los cargos públicos; la publicidad de los actos de gobierno; la responsabilidad política de los gobernantes; la supremacía legislativa; la libertad política de elegir o ser elegido; la vigencia de virtudes cívicas y de visiones compartidas; y la estabilidad del orden.

Todos, o la gran mayoría de los componentes del gobierno republicano se vinculan directa o indirectamente con la cuestión del control. Ya sea a través de la división de poderes, de los mutuos frenos y contrapesos, de la defensa de las libertades individuales, o de la estabilidad de los regímenes y gobiernos. Es, por tanto, el control uno de los cimientos ineludibles para la formación y el sostenimiento de las repúblicas. He aquí una síntesis acotada de tales principios.

1) La separación de poderes. Teorizada inicialmente por Locke, quien distinguió los poderes Ejecutivo, Federativo, de Prerrogativa y Legislativo; y luego por Montesquieu, quien simplificó dicha división en los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Locke se interesó en la división de poderes como una forma de evitar la tiranía. Le urgía colocar en distintas manos las funciones ejecutiva y legislativa, para que quienes hicieran las leyes no fueran los mismos que las aplicaran y para evitar que se hicieran leyes en beneficio de los gobernantes. También para Montesquieu el resguardo de la libertad requería que las diversas funciones de mando se asentaran en diferentes órganos y gobernantes. En la Modernidad, la separación de poderes hace referencia más al gobierno moderado de Montesquieu (distribución del poder entre las diversas funciones de mando) que al mixto de Aristóteles y Polibio (distribución del poder entre los distintos sectores de la sociedad). Ya no se trata de la representación de los intereses sociales en pugna en los diversos órganos del Estado, sino de la diferenciación de las funciones del gobierno. No obstante, el espíritu de tales separaciones es el mismo: evitar la concentración del poder en una sola persona o cuerpo, y distribuirlo en distintas manos para que estas se frenen y equilibren entre sí.

2) Los frenos y contrapesos. No solo se trata de dividir y separar los poderes sino también, sostenía Madison, de establecer puentes de contacto o injerencia menor entre ellos. Nos referimos a los controles y equilibrios mutuos entre los poderes, logrados a partir de la injerencia parcial de cada uno en las funciones de los otros.

3) La rotación de los cargos públicos. Busca evitar el enquistamiento de las mismas personas en el poder. Los cargos de autoridad se ejercen por un tiempo determinado, preestablecido por la normativa, vencido el cual, quedan nuevamente vacantes y sujetos a elección popular para ser ocupados por otras personas durante un nuevo mandato.

4) Publicidad de los actos de gobierno. Es sinónimo de transparencia. Implica la posibilidad de que los ciudadanos conozcan el accionar de sus representantes en el ejercicio de sus funciones. Como ejemplo, podemos mencionar el acceso a la información o el gobierno abierto. Si los actos de los gobernantes son públicos, los ciudadanos pueden controlarlos, a fin de evitar que la ambición y avaricia (tan temidas por Montesquieu) terminen por corromper la república.

5) Responsabilidad política de los gobernantes. Implica que los representantes deben responder por las consecuencias de sus decisiones y omisiones. Lo que Max Weber (1991) designaba como la ética de la responsabilidad, propia del líder político. Al final de su gestión, el político debe rendir cuentas de lo hecho en el cargo. Los ciudadanos pueden premiar su actuación con su reelección, o castigarlo a través de su reemplazo por otro candidato o partido.

6) El respeto a la ley. Tanto por parte de los ciudadanos como de los gobernantes. Se trata de la supremacía legislativa, para evitar la arbitrariedad del gobierno de los hombres. La preocupación por la defensa de la libertad individual frente al enorme poder del Estado, siempre propenso a volverse despótico, se hallaba presente tanto en Locke, como en Montesquieu y Madison. La única garantía de la libertad de los súbditos frente al poder político era, para estos autores, el gobierno limitado o controlado (Serrafero, 2005:56-57). La arbitrariedad del gobierno se evitaba poniendo la Constitución por encima de las voluntades de los gobernantes. Para Locke, la garantía de la libertad radicaba en que los gobernantes también debían vivir bajo las normas que habían creado, con lo cual se cuidarían de que no fuesen contrarias a los bienes, la vida y la libertad de todos.

7) La libertad política. Se refiere a la posibilidad de elegir y ser elegido como representante de los intereses populares en el gobierno.

8) Virtudes cívicas y visiones compartidas. Consiste en la búsqueda del bien común como el mejor reaseguro del bienestar individual en el Estado. La virtud cívica implica moderar la primordial inclinación de los hombres a procurar su interés particular, fomentar el amor a la patria y a las leyes, y lograr que estas propendan al bien supremo de la comunidad. La preocupación respecto del vínculo entre el interés privado y el interés general estaba presente en varios de los autores vistos. Según Maquiavelo, la república era el mejor ámbito para el desarrollo de la virtú, donde la coincidencia entre el interés público y el interés particular daba como resultado las mejores leyes. Al representar los diversos intereses, estas normas evitaban la rigidez en el gobierno y lo volvían más capaz para adaptarse a los cambios de la fortuna. Aristóteles también ensalzaba la virtud en la república, y la entendía como moderación en tanto búsqueda del justo medio o equilibrio. Finalmente, la virtud era para Montesquieu el principio del gobierno popular, el mejor freno o control de las pasiones del pueblo, el que era tanto gobernante como gobernado.

9) La estabilidad del orden. Esto incluye la estabilidad de las leyes y del gobierno. Como se argumentó más arriba, desde los griegos en adelante la estabilidad es el mayor signo de un buen gobierno y el más grande objetivo para alcanzar por los legisladores. Una Constitución inestable, sujeta a constantes cambios o degeneraciones, sufre un grave vicio y es de por sí mala (aunque persiga el bien común) porque no logra cumplir el fin principal de todo Estado: garantizar el orden y la estabilidad a lo largo del tiempo. Dicha estabilidad se logra a partir de la división de poderes; de la coordinación, el control y el equilibrio mutuo entre estos; y de la virtud cívica y la moderación en los gobernantes y los gobernados.

Los principios democrático-liberales

Desde la consolidación del Estado moderno tales contenidos republicanos, han ido por lo general acompañados de principios democrático-liberales (Bobbio, 1992), como ser: la vigencia del Estado de Derecho y de la Constitución; el otorgamiento y respeto de los derechos ciudadanos; la protección de la libertad de asociación, expresión y voto; la condición electiva de los cargos; el derecho a competir por los votos; la diversidad de fuentes de información; las elecciones libres, periódicas e imparciales; el gobierno de mayoría y el respeto de las minorías; y la participación ciudadana en la cosa pública. A continuación, una breve referencia de cada uno de ellos.

1) Estado de Derecho y vigencia de la Constitución: El orden político se basa en un sistema de leyes escritas, plasmadas en instituciones (constituciones, leyes, ordenanzas), que regulan la elección de los representantes y la forma de ejercicio del poder. Locke instaura la supremacía de la ley por sobre la voluntad de los gobernantes, como garantía de los derechos y libertades individuales y colectivas.

2) Derechos ciudadanos. Incluyen los derechos civiles, sociales y políticos. Los derechos y libertades garantizados por las constituciones y las leyes en las democracias liberales suelen incluir el derecho a la vida y a la integridad física, a un debido proceso, a la intimidad, a la propiedad privada, al trabajo, a elegir a los representantes y a la igualdad ante la ley, así como las libertades de expresión, asociación y culto. Son los llamados "derechos fundamentales”, que toda persona posee en estos regímenes por el hecho de ser reconocida como tal.

3) Libertad de asociación, de expresión y de voto. Se trata de la facultad de todo ciudadano de reunirse con el fin de constituir asociaciones u organizaciones diversas, de emitir su opinión sin temor a censura o castigos, y de elegir a sus gobernantes. Sobre esta premisa se erige el edificio jurídico y político destinado a garantizar el orden y la existencia de un gobierno moderado que persigue el bien común.

4) Cargos electivos. Esta característica es propia de las democracias representativas. Los cargos de gobierno se cubren a través de un proceso electoral popular y tienen una duración limitada. Vencido el plazo fijo, vuelve a convocarse a elecciones. De este modo, se asegura la rotación en el ejercicio del mando y se evita la perpetuación de las mismas personas en el poder.

5) Derecho a competir por los votos: Todos los ciudadanos tienen igual derecho a constituir organizaciones políticas y a presentarse a competir en igualdad de condiciones para ocupar los cargos de gobierno.

6) Diversidad de fuentes de información: Partiendo de la premisa de la pluralidad de ideas y de la tolerancia de las diversas preferencias de la población, se debe permitir y facilitar al ciudadano el acceso a distintos medios de comunicación y de diverso origen, en los que se puedan expresar, en igualdad de condiciones, diferentes puntos de vista, sin excluir ni exaltar a ninguno de ellos. Esto implica, a su vez, el cuidado de que el Estado o algún grupo de interés no detenten el monopolio de la información, a fin de que cada uno pueda escuchar diversas opiniones sobre un mismo tema y formar su propio parecer al respecto.

7) Elecciones libres, periódicas e imparciales. Los comicios para ocupar los cargos de gobierno deben ser abiertos a la participación de cualquier ciudadano que desee competir en ellos. Además, deben celebrarse en forma obligatoria en ocasión de cumplirse el período fijo predeterminado para cada puesto. Finalmente, debe garantizarse que el voto de cada ciudadano tenga el mismo valor y peso en el resultado final de la contienda y que todos los candidatos compitan en igualdad de condiciones.

8) Gobierno de la mayoría y respeto de las minorías. El criterio democrático por excelencia es el gobierno del pueblo, compuesto por individuos considerados iguales en sus capacidades y derechos. En ese sentido, el gobierno del mayor número constituye un criterio de justicia, en tanto garantiza el bienestar de la mayoría de los iguales: si bien no “todos” estarán representados por quien ejerza la dirección política del Estado, al menos, lo estarán “casi todos”. Aún así, partiendo de la premisa de que en los grandes Estados contemporáneos estos individuos, aunque iguales ante la ley, pueden, a su vez, presentar una pluralidad y diversidad de opiniones, y que todas ellas deben ser toleradas, es igualmente fundamental que se garantice el respeto y la representación de las minorías, para que cuenten con instancias de expresión y oposición legítima, y para que sus reclamos no sean totalmente desoídos.

9) Participación ciudadana en la cosa pública. Participar significa tomar parte de algo. En las democracias liberales, los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, ya sea directamente o por medio de representantes por ellos elegidos. La principal vía de participación ciudadana en estos regímenes es el voto en elecciones periódicas para la designación de los representantes. No obstante, la existencia de un gobierno moderado y la búsqueda del bien común requieren de la multiplicación y diversificación de los canales de expresión popular y de control de los gobernantes, como ser: la iniciativa popular, el referendo revocatorio, la consulta popular, las audiencias públicas, el presupuesto participativo, entre otros.

Sin control no hay República (ni Democracia Liberal): el fantasma del populismo

Lejos del modelo republicano democrático liberal antes referido, desde el último bienio del siglo XX y los primeros años del siglo XXI, América Latina ha sido escenario del surgimiento de un nuevo tipo de regímenes: los populismos radicales. Para referirnos a esta modalidad de ejercicio del poder tomaremos como base el estudio de Mario Serrafero (2013), quien ofrece una definición clara y una explicación cierta de su proceso. Estos gobiernos tienen como rasgo específico “el intento (a veces logrado y otras no) de re-institucionalizar el régimen político, alejándose del modelo de democracia liberal-republicana y afectándose así el pluralismo, la competitividad y, sobre todo, el mecanismo de controles y limitaciones al poder de este modelo democrático” (Serrafero, 2013:26).

A contrario de las propuestas republicanas, tanto clásicas como contemporáneas, en este tipo de gobiernos la fórmula de frenos y contrapesos intencionalmente pierde vigencia. En el discurso populista, esos controles son vistos como “la trampa a la que acuden los intereses del antipueblo y las élites para mantener el status quo que beneficia a los sectores de la antipatria” (Serrafero, 2013:26). Tal “falta de controles abre la puerta, entre otras cosas, a la discrecionalidad del gobierno y a la corrupción” (ídem). La propuesta populista consiste en suplantar la democracia representativa y republicana por otra de tipo “ejecutivista” o radical. Como sostiene Serrafero (2013:29), en los populismos radicales del siglo XXI, “se observa un proceso de desinstitucionalización de los mecanismos de la democracia liberal republicana que afecta a la cultura pluralista y a los procedimientos institucionales democráticos”. Dicho proceso se manifiesta a partir de: relaciones conflictivas con la oposición, descalificación del sistema de partidos, descalificación de la prensa no oficialista, ubicación del Poder Ejecutivo en el centro de la escena institucional, colonización o reforma de la Justicia para que no sea un elemento de veto, aplicación desigual de la ley, relación directa del presidente con la población, y uso de la historia y el recurso de la conspiración permanente (Serrafero, 2013:29-32).

A la primera fase de desinstitucionalización de la democracia liberal republicana le sigue otra de “reinstitucionalización en clave populista” (Serrafero, 2013:32). Esta se concreta a través de una reforma constitucional dirigida a “refundar el Estado y consolidar un orden político y social diferente” (ídem), contra la resistencia de la oposición política y bajo la apelación al pueblo (referendos). Entre las reformas más típicas del populismo radical aparece: la reelección presidencial inmediata, la mayor centralidad del Estado en el discurso, el predominio del Ejecutivo en el diseño institucional y la introducción de mecanismos de democracia directa que se presentan como superiores a la democracia representativa (Serrafero, 2013:36).

No obstante, y paradójicamente, “para el populismo no existe contradicción en mantener la democracia representativa de corte electoral, pues ella sirve solo para elegir autoridades” (Serrafero, 2013:40). Por tanto, es esperable que esta democracia persista, aunque superpuesta a otra llamada “radical”, “que intenta prescindir de las mediaciones propias de la democracia representativa” (ídem), como los partidos, el Congreso y la Justicia.

Cuando un gobierno inicialmente democrático solo puede mantener cierta legitimidad bajo la apariencia electoral, pero abandonó la separación y equilibrio de poderes (el control republicano por excelencia), puede decirse que va en camino a abandonar sus rasgos liberales y a adoptar otros de corte “ejecutivista” o populista. Las presidencias de Chávez en Venezuela (1998-2013), de Morales en Bolivia (desde 2006) y de Correa en Ecuador (2007-2017), sumadas al gobierno de Maduro en Venezuela (desde 2013) y al de Ortega en Nicaragua (desde 2007) son ejemplos de lo dicho.

Las preocupaciones expresadas desde Aristóteles a Madison, y la importancia atribuida por estos autores al control, materializado en la división de poderes y en sus mutuos frenos y contrapesos, dan cuenta de la gravedad del peligro que, para la vigencia y estabilidad del régimen democrático y, principalmente, para la protección de las libertades y derechos ciudadanos, implica esta imposibilidad de vigilar al poder y de mantenerlo en sus límites. Sobre todo en los presidencialismos latinoamericanos, que con el correr de los años tendieron a desequilibrar la balanza a favor del ejecutivo unipersonal y en contra de los órganos colectivos (como el Congreso, los Tribunales, la Corte Suprema). Ello, a través de reformas constitucionales que concentraron las facultades de gobierno en el presidente y restringieron las herramientas de acción y control del parlamento y de las instituciones judiciales.

A modo de cierre

A lo largo de esta nota, se presentaron, en forma breve, los diagnósticos y propuestas que algunos de los principales referentes del pensamiento filosófico político occidental, desde la Antigüedad griega hasta la Modernidad, delinearon respecto de la conformación de regímenes estables y/o capaces de garantizar la libertad ciudadana frente al poder del Estado.

Aristóteles, Polibio, Maquiavelo, Locke, Montesquieu y Madison identifican diferentes amenazas contra la permanencia y la rectitud de los regímenes políticos. Una de ellas es la puja por el poder, siempre latente o manifiesta, entre los intereses contrapuestos que coexisten en toda sociedad (Aristóteles, Polibio y Maquiavelo). La otra es la concentración de todas las funciones de mando en las mismas y únicas manos (Locke, Montesquieu y Madison).

Las prevenciones recomendadas por estos autores, aunque con sus diversos matices, coinciden, en primer lugar, en la necesidad y conveniencia de establecer controles que impidan el abuso de poder. La mejor manera de lograrlo consiste en dividir su ejercicio en distintos órganos que se supervisen mutuamente, o sea, conformar regímenes mixtos o moderados conocidos como repúblicas. Dichos órganos pueden separarse en función de representar cada uno a los diversos sectores contrapuestos presentes en cualquier sociedad: los ricos y los pobres (Aristóteles, Polibio y Maquiavelo), o en pos de distinguir las funciones básicas de gobierno: ejecutivas, legislativas, judiciales (Locke, Montesquieu, Madison). Otros controles sugeridos por algunos de estos pensadores son: la supremacía de las leyes (Locke) y la intervención parcial de un poder en las funciones de los demás (los checks and balances de Madison).

En la actualidad, la concepción republicana de gobierno mantiene las premisas clásicas de la necesaria división y separación entre poderes y de la intervención parcial de cada uno en el área de incumbencia de los otros, a fin de evitar una excesiva acumulación de facultades en una persona u órgano y de prevenir el ejercicio arbitrario (sin controles) del mando.

A ello, se agregan los requerimientos básicos exigidos a la hora de calificar un régimen como democrático liberal: la vigencia del Estado de Derecho y de la Constitución; la protección de los derechos y libertades ciudadanas; que los cargos sean electivos; que los representantes se elijan a través del voto ciudadano; que dicha elección habilite la competencia entre los aspirantes; la diversidad de fuentes de información; la celebración de elecciones libres, periódicas e imparciales; que gobierne la mayoría pero con respeto a las minorías; y que se incorporen espacios institucionales para la participación ciudadana. Todos estos principios presuponen como base la vigencia de los mecanismos de control antes referidos. Y ello, por razones obvias: ningún derecho ni libertad será posible ni sustentable sin la vigencia de efectivos frenos y contrapesos a quienes detentan el poder de mando.

En Latinoamérica, la tentación de los líderes electos por saltarse los controles horizontales y verticales que moderan el ejercicio de sus prerrogativas, así como por reformar el orden vigente, en pos de aumentar sus facultades y disminuir las de los otros poderes, ha sido moneda corriente, especialmente en las últimas décadas. Es entonces cuando los rasgos republicanos y democrático-liberales empiezan a desdibujarse para dar lugar a otros que, si bien pueden conservar algún sustento electoral, se acercan en alto grado a lo que Serrafero califica como populismos radicales. En estos regímenes los controles republicanos son abiertamente dejados de lado, el predominio del Ejecutivo se extiende a todos los ámbitos y la oposición es desacreditada y relegada.

Se trata de sistemas políticos de corte hiperpresidencialista, definidos por Duverger (1970:213) como la “aplicación deformada del régimen presidencial cásico, por debilitamiento de los poderes del Parlamento e hipertrofia de los poderes del presidente”. A ello se suma que los primeros mandatarios gobiernan con la suma del poder público; habiendo anulado, cooptado y/o inutilizado los controles internos y externos, tanto de los otros poderes como de la ciudadanía; apelando directamente a la mayoría que los designó en el Gobierno y deslegitimando los reclamos de las minorías; y tras haber modificado las reglas de acceso y permanencia en el cargo de modo de perpetuarse en él y de gobernar según su solo juicio y criterio.

Por el contrario, una democracia liberal de calidad hoy en día requiere de la existencia y uso de mecanismos republicanos de control o rendición de cuentas: la referida accountability, de O´Donnell (1998), que bien puede canalizarse de dos maneras. En primer lugar, la accountability horizontal, ejercida por los distintos órganos y/o instituciones del Estado entre sí. Son los frenos y contrapesos mutuos de los poderes de gobierno (intervención parcial en las atribuciones del otro): juicio político, veto, decreto, etc. Este control puede ser externo (cuando lo realiza un poder sobre otro) o interno (al interior de un mismo poder, ejercido por organismos ubicados dentro de este) (Carvalho Teixeira, 2017:5). En la Argentina, la Auditoría General de la Nación es un buen ejemplo del primero (control del Legislativo sobre el Ejecutivo), mientras que la Sindicatura General de la Nación representa al segundo (control interno del Ejecutivo).

Segundo, la accountability vertical, el control que realiza la ciudadanía sobre sus gobernantes. Esta puede ser electoral, que consiste en el premio o castigo a una gestión, al final de ella , a través de otorgar nuevamente el voto a sus responsables o de elegir a sus contrincantes; o societal, ejercida por medio de los mecanismos de participación ciudadana o de democracia semi-directa (el referéndum, la revocatoria de mandato, las audiencias públicas, el presupuesto participativo, etc.) durante todo el período.

En síntesis, para calificar a un régimen como plenamente democrático liberal en la actualidad es preciso que, además de la siempre fundamental garantía a un procedimiento electoral transparente, periódico y competitivo; este haya logrado incorporar y consolidar los principios republicanos, donde la supremacía de la Constitución y la separación y equilibrio de poderes funcionen como frenos y contrapesos efectivos sobre quienes ejercen el Gobierno (control horizontal).

En cuanto a la segunda dimensión del control, la vertical, en los regímenes democrático-liberales la adopción, reglamentación e implementación de los diversos mecanismos de participación ciudadana constituye otro elemento que puede contribuir a la elaboración de políticas públicas más y mejor orientadas al bienestar de la comunidad y al logro de una mayor calidad de vida para todos. Cuanto más firmes y afianzadas se encuentren en un Estado democrático tales instancias de control y rendición de cuentas del Gobierno, más lejos se estará de avanzar en el camino de la concentración y abuso del poder, el que puede derivar, como se ha visto en los últimos tiempos, en gobiernos populistas radicales y sus crecientes atropellos.

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