Más allá de todo, Colo – Colo

Ensayo elaborado por Jorge Ignacia Arriagada San Martín.

Compartir en redes

Quienes migramos, por los motivos que sean, rompemos la inercia de lo dado. Nos lanzamos al vacío en territorio desconocido, nos tenemos que construir una vida en la ciudad nueva que habitamos. De todas maneras nunca terminamos de irnos de donde nos fuimos y nunca acabamos de acomodarnos adonde nos instalamos. Hay un espacio inmaterial que habitamos los migrantes. Allí se mezclan costumbres y hábitos, la cultura en un sentido amplio, que nos formó y nos marca como sujetos y los nuevos códigos culturales a los que nos enfrentamos en el lugar del mundo donde nos instalamos a vivir. Nos volvemos sujetos híbridos de algún modo. Nuestra lengua se vuelve un poco neutral para hacernos entender. Adoptamos nuevas palabras y modismos. Nuevos hábitos, incorporamos comidas, bebidas y consumos de distinto tipo a nuestras rutinas. También intentamos replicar las comidas que tanto extrañamos y que antes de partir eran platos que quizás no apreciábamos tanto.

Y todo el tiempo nos enfrentamos a la pregunta del millón que nos hacen familiares, amigos, compañeros de facultad o de trabajo, en nuestro país de origen o en nuestro nuevo hogar. Con o sin anestesia. ¿Vos pensás volver algún día a Chile? O como dirían al otro lado de la cordillera: ¿y qué pensai hacer hueon, te vay a quedar en la república o te vay a volver a chilito? La respuesta no es más que una forma evasiva de salir del paso, del trance de ese cuestionamiento permanente sobre quienes vivimos afuera, quienes somos extranjeros. Mucho tiempo me incomodó esa pregunta, quizás por lo mismo aparecía siempre a través de distintos interlocutores. Cuando dejé de preguntarme internamente sobre cuál sería mi futuro, mágicamente dejó de ser una cuestión tan recurrente en mis conversaciones.

Quienes migramos, por los motivos que sean, rompemos la inercia de lo dado. Nos lanzamos al vacío en territorio desconocido.

Vivir afuera es cada tanto sentir que uno falla como hijo, como hermano, como amigo al estar tan lejos, en otra ciudad, en otra vida, en otra lengua. Cada tanto aparece esa idea de traición. De ausencia. De falta. De no estar cuando hay que estar y llegar tarde a todo. Es loco porque en mi caso no me puedo quejar por como vivo ni donde vivo, no tengo carencias materiales ni tampoco siento nostalgia por volver, no se trata de eso, sino que son sensaciones que me recorren cada tanto, sin previo aviso, cuando me conecto con alguna emoción o recuerdo de mi tierra, de mi familia o de mis amigos.

Vivir lejos de la tierra donde naciste, a miles de kilómetros de ese lugar del mundo donde vive tu familia y tus amigos de la infancia, es no sólo desarraigo de los afectos más entrañables, sino que también implica seguir al equipo de tus amores a distancia, de manera virtual. El día del partido es una eterna búsqueda de links. Cuando por fin encontramos algún link que transmita el partido, es habitual que vayan a destiempo, desfasados. De tanto en tanto el «Dios del fútbol» se apiada de nosotros y nos provee de enlaces que se ven excelente y en algunos casos en HD.

En esos vericuetos me muevo; se volvieron una costumbre hace más de doce años. Más de alguna vez compartí las peripecias con algún compañero migrante, algún compatriota futbolero. Hubo una época donde la señal internacional de TVN –la televisión pública de Chile– pasaba un partido por jornada y eso posibilitó ver varios partidos en casas de amigos. Y se dieron situaciones surrealistas que sólo la camaradería de estar lejos de casa permite, como ver superclásicos con gente del archirrival. Recuerdo los festejos efusivos y jocosos de los goles, al límite de lo permitido. Y la rabia y la frustración que cortaban el ambiente cuando mi equipo empató un partido que estaba perdido, con un gol sobre la hora y con un evidente error arbitral: llovía mucho y el juez de línea resbaló y se le soltó el banderín. Esa mínima distracción le impidió ver el claro offside de Campora, que había convertido de cabeza. No hubo gestos falsos y el encuentro no volvió a repetirse. Del otro lado de la cordillera, lamento decirlo, ese encuentro es casi imposible. En pocas palabras estar lejos es acostumbrarse a ser un hincha dependiente de links piratas y lidiar con las desventuras virtuales. A estar concentrado en un partido que a nadie le interesa en el lugar donde vives; el lunes en el laburo o en la facultad nadie te pregunta ni te gasta por cómo le fue a tu equipo.

No hay sustituto que valga. En el nuevo entorno podemos disfrutar y apreciar el valor de otras instituciones, eso es innegable. Incluso más de una vez coqueteamos con empezar una segunda historia de amor, otro romance. El planeta fútbol es infinito en historias y sentimientos. Es un territorio que todo el tiempo conmueve. En ese estado de orfandad, lejos del club que amamos, a veces la tentación es fuerte. Buscamos compensar la falta, la ausencia. También queremos pertenecer, ganarnos un lugar en la nueva ciudad donde vivimos, donde nos desarrollamos. Apropiarnos de sus códigos culturales, de su lengua, de su humor.

Los colores colores son más que un club, son esos lazos invisibles pero permanentes de indestructible unión.

Buscamos llenar el vacío pero nada nunca se compara con el primer amor. Ese amor ciego y visceral, que nos posiciona en el mundo del fútbol, el que nos ubica en una geografía simbólica e histórica y nos provee de un acervo cultural y un legado de mitos y leyendas que nunca nos dejarán solos. No hablo solamente de triunfos y copas, en lo absoluto. Me refiero a recuperar aunque sea brevemente esos destellos de emoción, la recuperación semanal de la infancia, como dice el español Javier Marías.

Quienes vivimos afuera, somos la diáspora de los colores que deambula errante en el exilio de nuestros clubes, esas pequeñas patrias que nos conmueven. Somos embajadores de esa cultura, de esos mundos. Sin dudas los colores son más que un club, son esos lazos invisibles pero permanentes de indestructible unión.

Los migrantes, nos convertimos en hinchas virtuales, de estirpe online, de redes sociales. Somos hinchas globalizados y digitales, distantes físicamente pero fieles. A más de 1.400 kilómetros Colo-Colo de algún modo sigue marcando mi agenda. Sigue incidiendo en mi estado de ánimo, tanto como cuando vivía en Santiago. Desde el año 2009 soy una especie rara de hincha global. Una versión sudaca del amor incondicional por un club de fútbol, por unos colores, por una camiseta.


Más allá de todo, Colo – Colo, por Jorge Ignacia Arriagada San Martín.