Altamira

Ensayo elaborado por Ana María de Cristófaro.

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Si existe algo que a los seres humanos nos reconforta y nos enorgullece, es el arte. La Real Academia Española lo define como ‘la manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos y sonoros’. Esto debe entenderse también como una actividad o producto realizado con una finalidad estética y comunicativa mediante la cual se expresan ideas, emociones y una visión del mundo.

Los conceptos que se infieren de estas definiciones del arte permiten conjeturar qué nos quiso trasmitir el artista, o los sentimientos que una bella o innovadora obra pictórica pueden suscitar en el espectador; tal vez, amor, odio, admiración, rechazo, alegría, tristeza o ternura, de modo que, cuando observamos, por ejemplo, La última cena, de Leonardo o; Los amantes, de René Magritte o; Latas de sopa Campbell, de Andy Warhol es imposible que no visualicemos un arco iris de sentimientos.

Una de las características de una obra de arte es ser un producto entre la percepción de la realidad y la imaginación del artista.

Ahora bien, si sondeamos en la historia para encontrar el lugar y el momento en que el pensamiento se reflejó en el arte, debemos trasladarnos a la zona cantábrica de España, a este sitio en el que el hombre prehistórico, usando intensos colores rojos, ocres y negros, plasmó en la roca la esencia de su vida; allí, en el techo y en las paredes de la “Capilla Sixtina paleolítica”, en la célebre cueva de Altamira.

Sin embargo, los evolucionistas de fines del siglo XIX decían que eso no era arte porque este es símbolo de civilización y, como tal, no hubiera aparecido en la Edad de Piedra. El concepto de civilización ha ido variando en el tiempo, y recientemente, se dice que esta surge cuando se establece una relación apropiada entre el hombre y la naturaleza.

Por un lado, el hombre del Paleolítico habría habitado la cueva entre los años 36.000 al 10.000 A.C. Durante esos años, domesticó el fuego, perfeccionó sus herramientas, practicó ritos funerarios, comenzó a cultivar la tierra y nació su capacidad artística. ¿Estos progresos evolutivos, acaso, no indican una relación pertinente entre el ser humano y la naturaleza? ¿Estos no son signos de civilización?

Por otro lado, si observamos obras pictóricas de diferentes movimientos artísticos a lo largo de la historia del arte, por lo general, descubrimos que reflejan ideas, costumbres y la cultura de una época; que fueron pintadas con la intención de trasmitirnos algo. Efectivamente, una de las características de una obra de arte es ser un producto entre la percepción de la realidad y la imaginación del artista. En verdad, aquellas pinturas rupestres prehistóricas expresan las características de la cultura de esa época signada por la necesidad de sobrevivir, por ese motivo, nos muestran escenas donde nuestros predecesores desafiaron los fenómenos climáticos extremos, enfrentaron a grupos humanos hostiles, se protegieron de la megafauna salvaje, procuraron su alimento, desarrollaron actividades rudimentarias de domesticación de plantas y animales…, y que además, voces ancestrales parecieran querer decirnos: “Así éramos, y, todo esto supimos hacer”.

Lev Tolstoi dijo que el arte, al ser una forma de comunicación, es válido solo si las emociones que trasmite pueden ser compartidas por todos los hombres. Eso es lo que ocurre al observar las preciadas pinturas de Altamira. Un viaje a través del tiempo hacia un pasado que nos cuesta imaginar. Vivenciamos, por medio del arte, aquel mundo dentro de una mixtura de increíbles sensaciones donde se entremezclan el misterio y el goce estético.


Altamira, por Ana María de Cristófaro.