Colección de armas del Museo

En esta colección, en la que se destaca una espada ropera de cazoleta del siglo XVII procedente de España, de Acero forjado a mano, cincelada y, armas blancas; ballesta y arcabuz; rodela y peto, se impone lo masculino.

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Un buen ataque, y una mejor defensa. Las armas del Museo Larreta
Panoplia y armadura. Armas y hombres ¿siempre?

Pero aquí, están ante nuestra vista, e impresiona tenerlas delante, en su realidad corpórea, están allí, no son representaciones, no son imágenes, que habremos visto en otros lados. Y al estar allí nos provocan las preguntas repetidas. Preguntas sobre su uso, y sobre su historia y porque no sobre su autenticidad. “¿Son de verdad?, ¿las uso alguien famoso en algún combate singular? Y la del curioso y el coleccionista: ¿cómo llegaron hasta aquí? Son inquietudes que cualquiera se lleva de un Museo, casi tarea para el hogar. ¿Qué será una espada ropera? ¿Cuándo y dónde se portaba?

Reales y casi mágicas, con espíritu y a veces hasta con merecido nombre propio. O falsas, imitaciones, recreaciones quizás, poco importa a la hora de admirarlas desde el fondo de los tiempos. Ni de la tan mentada, Tizona, espada de El Cid tenemos certezas, y tampoco de estas pero su leyenda impresiona y su presencia ante nuestra mirada estremece.

El dueño de casa, Don Enrique Rodríguez Larreta, las poseía como signo y recuerdo de las épocas de su novela, subtitulada precisamente “Una vida en tiempos de Felipe II”. Pero también se inclinaba a usarlas en versiones deportivas de la esgrima de salón, tan característica hace más de un siglo. Una señal de alcurnia que no podría ser descartada según las pautas de aquella época. La esgrima era de rigor una práctica de varones pero en especial de caballeros. No excluía a las damas pero las relegaba a lo exótico. Restaba algún tiempo para esa normalización, que hoy se nos presenta habitual, como la esgrima.

Armadura de justa española (detalle)
España, siglo XVII
Realizada en acero

Pero no solo se lucen las espadas, sables y floretes, hay otras herramientas de lucha y de defensa en la lucha. Hay lanzas y alabardas, hay rodelas, esos escudos pequeños y redondos, y petos que también se observan en las pinturas de tema masculino del resto del Museo, y merecen ser repasadas ahora.

La evolución de estos instrumentos se demuestra en la disposición presente. Una auténtica panoplia, que es como se denomina una serie de armas así dispuestas, con una transformación que se nos acerca en el tiempo. De las espadas y sus cazoletas o de sus gavilanes, en la empuñadura, pasamos con solo mover los ojos a la ballesta, tan temible y tan “devastadora” como máquina de matar. Pero al otro lado un arcabuz, de refinado trabajo de taraceado en la culata de madera. Ambas armas irrumpieron en diferentes épocas, aterrando al enemigo, y deshaciendo el “orden social” pues facilitarían a la “chusma” que diera muerte fácil y a distancia a un “caballero” de elevada posición. Historia repetida con cada cambio bélico que nos distancia del enemigo, pero profundiza en su luctuosa eficacia.

Dejamos para el final, lo invisible que aparece si observamos mejor. Cada vez la lucha depende menos de la fuerza muscular y por ende trasciende los roles físicos. En una igualación horrorosa, todos pueden atacar sin diferencia, aunque se defienda indistintamente. Una igualdad en el horror de la guerra y la muerte. Al menos ahora no depende de la musculatura, pero no evita el convite fatal. Asumiendo este pasado innegable de varones armados con propósitos exterminadores a su paso, la moraleja, si la hay, es maléfica. Sigue siendo la guerra ese oficio de hombres, con uniformes, marchas y desfiles, pero la técnica se asoma contradictoria, y nos pone ante dilemas de cara al futuro.

*NOTA: Espada ropera, la que acompaña en la vida civil, cotidiana digamos aunque parezca sorprendente. Y se porta en los desplazamientos fuera del campo de batalla.