Había una vez... El inicio de la pasión de María por coleccionar muñecas
Por Patricio López Méndez
Podemos decir que María Castellano Fotheringham fue la artista que siguió los pasos de su madre, hundiendo las manos en el barro, haciendo alquimia con sus pigmentos, creando un mundo de ángeles iluminados. Podemos recordarla apasionada por la poesía mística que recitaba transida o imaginarla junto su hermana Mabel haciendo de Antígona algo más que un espacio de arte, una puerta abierta a la vanguardia. O como la generosa benefactora del museo para quien donar nunca fue perder sino compartir. Sin embargo, María siempre será una niña grande armando su casa de juguete.
Las dos dejaron Córdoba para radicarse en Buenos Aires, sin sospechar la dureza de la gran ciudad. Mabel luchaba con los madrugones y el tren para llegar a las ocho de la mañana a San Fernando y dar su clase de dibujo y la pequeña Marymaría, no muy convencida, escribía a máquina en una oficina olvidable.
Mientras otras muchachas miraban vestidos y zapatos en las tiendas de las Galerías Pacífico, en el horario del almuerzo, con su primer sueldo en la cartera, María entró en Alcora, la casa de antigüedades de los Larco. Miró las cosas bellas que no estaban al alcance de su bolsillo y, sin que nadie se lo impidiera, se coló en la trastienda. En un estante atiborrado de objetos desparejos descubrió tres muñecas francesas que la observaban a través de sus ojos de sulfuro pidiendo ser alzadas y rescatadas del olvido. No lo dudó un instante, esa tarde serían suyas. Tuvo vergüenza de admitir que en esa compra se iría su sueldo entero.
Salió al vértigo de Florida en una extraña conjunción de felicidad y de angustia. Caminó hasta su casa aferrada al paquete y luchando con sus pensamientos. ¿Qué le había hecho cometer esa locura, qué le iba a decir a su madre, qué dirían sus amigas que ya hablaban de novios, de medias de seda o de Frank Sinatra? Entró en su casa como un delincuente, corrió a su cuarto, se trepó a una silla y, detrás de las sombrereras, ocultó el tesoro arriba del ropero. Nadie notó su tensión, hasta que estuvo a solas con Mabel. ¿Qué te pasa a vos que andás medio rara? María quiso mentir pero no pudo, su hermana la conocía hasta en los silencios. Volvió a trepar a la silla, bajó el atadito escondido y, abriéndolo sobre la cama, aguardó el reto resignada. Mabel sonrió con picardía y miró a María como solía hacerlo cuando eran niñas, cuando eran cómplices y aceptó el reto de jugar el juego más prolongado de sus vidas, coleccionar muñecas.