Viajemos: Jerusalén no es una ciudad

Soy Victoria Giannetti. Nací en 1960. Fui educada en el catolicismo y elegí como adulta una vida judía. Agradezco haber recibido la formación en valores que tuve en mi familia de origen porque esas vivencias fueron el
impulso para buscar un ámbito espiritual para la familia que formamos con Eduardo Naparstek.

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Fue uno de los primeros viajes importantes como familia. El primero a Israel para nuestras hijas y para mí.

Es una ciudad sagrada para el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam. Esta coincidencia curiosamente provoca conflictos pero también maravillosos acuerdos desde hace más de 5000 años.

Cada religión (religar = unir, cuidar, observar) celebra a través de rituales y ceremonias, apoyándose en sus creencias, esperanzas, valores y tradiciones. Jerusalem –Ierushalaim– Jerusalén. Símbolo de encuentro, unión, de “sagrada veneración”, de humildad ante una superioridad respetada.

Así como los creyentes cristianos visitan la Vía Dolorosa o el Santo Sepulcro, los musulmanes El Domo de la Roca, los judíos se congregan en el Kotel o Muro de los Lamentos.

Estas tierras fueron asoladas, reconstruidas, defendidas por pueblos, imperios, tribus y ejércitos. Cada uno aportó desde las incontables migraciones con sus costumbres, lenguas y visiones de futuro. Es desde 1981 Patrimonio de la Humanidad.

Me dejé invadir por la diversidad temporal, arquitectónica, confesional, gastronómica… Un entorno fundacional para las culturas occidentales en las que crecimos casi todos los vecinos de nuestros barrios.

Confieso que no tenía dimensión de lo que iba a conocer. Jamás había estado en una ciudad tan antigua, tan mística, tan multifacética. Caminar por Jerusalem. Escribo y vuelvo a sentir aquella emoción: estar en la aldea-ciudad-museo-templo.

Un desafío para los sentidos, incluso el de la orientación. ¡Ni hablar de la invasión de aromas, colores, ritmos, el caminar de “las familias” y las ofertas de comerciantes! Un enjambrado tránsito de peatones que compite por circular en caóticas “manos y contra-manos” de escalinatas, pasillos y túneles, por donde pasa el modernísimo tranvía que cruza -a nivel- las callecitas.

Lejanía fundante…. Me sentía turista de mis propias raíces.

Entrar a la ciudad amurallada fue sorprendente y frustrante a la vez. Había imaginado una situación introspectiva y en cambio me invadió una avalancha de ruidos, desorden, discusiones plagadas de “ajjaajjnnu” y gestos… Imágenes dramáticamente mundanas. De espiritualidad, nada.

Avanzamos por pasillos de tiendas, visitantes, gatos y vecinos. Locales mínimos atosigados de mercadería, precios en shekels (la moneda local). Carteles más decorativos que otra cosa ya que los precios ¡se conversan! Mi cuerpo se divertía. Mi alma se entristecía.

¿Estamos yendo a un lugar sagrado? ¡Qué falta de respeto todo esto!

La policía “de respeto religioso” nos ofreció unas “polleritas” porque nuestras hijas vestían shorts (poco adecuados para otras personas). ¿Y cuándo se calma esto? Empujados por la corriente humana llegamos a la explanada del Kotel, plaza seca con acceso a las áreas de rezo masculino y femenino. Circulaba gente con ropa abrigadísima para la temperatura de casi 38°; hombres con sobretodo, sombreros de piel, mujeres recatadas (mangas y polleras largas), sacerdotes, monjas, jóvenes de bermudas y remera… ¡Una variedad notable! Nos separamos: Eduardo, mi marido, se dirigió al sector masculino. Mis hijas y yo ingresamos al sector femenino. Despacito nos acercamos al muro, nos llamó la atención la cantidad de papelitos con peticiones.

Recuerdo un silencio total sobre un murmullo de plegarias disonantes, profundas, individualmente colectivas. Una energía envolvente que invitaba al silencio. No había pensado qué haríamos allí. Ninguna de las tres conocíamos los rezos judíos. Improvisé.

Chicas, creo que este es un buen momento para pedir perdón por egoísmos y errores, agradecer por nuestras vidas y pedir deseos importantes.

Sentí una energía fuerte y dulce que invitaba a permanecer “ojos cerrados, alma abierta”. No supe del tiempo. En un momento abrí los ojos, en silencio volvimos a la explanada. Exactamente en ese momento Eduardo salía del sector masculino.

Nos abrazamos los cuatro profundamente, con lágrimas que limpiaban la mirada para vernos más allá del lugar en el que estábamos.
No era el lugar físico.
Era el espacio emocional del encuentro.
Lo profundo de cada uno conectándose.
La espiritualidad por encima del entorno.
Raíces eligiendo tierra.
Voluntades encausándose.
No queríamos soltar el abrazo.
Elegimos mantener la conexión.

Jerusalén no es una ciudad
Jerusalén es conexión ecuménica milenaria conviviendo con la existencia más pragmática y cotidiana.
Es población multi-todo (etnia, religión, ideología, política, comercio, poder) con tradiciones milenarias ineludibles.
Es conflicto buscando paz.
Es esperanza.
Es la paz sostenida con esfuerzo.