Entró el escribano con los demás y, después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
—Ítem, es mi voluntad que, de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se le pida cuenta alguna, sino que, si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora estando cuerdo darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece. Y volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay! –respondió Sancho llorando–, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese desa cama y vámonos al campo vestidos de pastores como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver.

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