—Ármese luego vuesa señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda.
—¿Qué me tengo de armar –respondió Sancho–, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas.
—¡Ah, señor gobernador! –dijo otro–. ¿Qué relente es ese? Ármese vuesa merced; que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.
—Ármenme nora buena –replicó Sancho.

Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y por unas concavidades que traían hechas, le sacaron los brazos y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo, que quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para de poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase y los guiase y animase a todos; que siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin los negocios.
—¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo –respondió Sancho–, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme atravesado, o en pie, en algún postigo; que yo le guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
—Ande, señor gobernador –dijo otro–, que más el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde y los enemigos crecen y las voces se aumentan y el peligro carga.

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