—Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos –dijo don Quijote–, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho a trecho hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Perseo.
—Así lo haré –respondió Sancho Panza.

Y, cortando algunos, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propia persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. [...]

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