Vegetaciones

Pablo Neruda

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A las tierras sin nombres y sin números bajaba el viento desde otros dominios, traía la lluvia hilos celestes, y el dios de los altares impregnados devolvía las flores y las vidas.

En la fertilidad crecía el tiempo.

El jacarandá elevaba espuma hecha de resplandores transmarinos, la araucaria de lanzas erizadas era la magnitud contra la nieve, el primordial árbol caoba desde su copa destilaba sangre, y al Sur de los alerces, el árbol trueno, el árbol rojo, el árbol de la espina, el árbol madre, el ceibo bermellón, el árbol caucho, eran volumen terrenal, sonido, eran territoriales existencias.

Un nuevo aroma propagado llenaba, por los intersticios de la tierra, las respiraciones convertidas en humo y fragancia: el tabaco silvestre alzaba su rosal de aire imaginario. Como una lanza terminada en fuego apareció el maíz, y su estatura se desgranó y nació de nuevo, diseminó su harina, tuvo muertos bajo sus raíces, y luego, en su cuna, miró crecer los dioses vegetales. Arruga y extensión, diseminaba la semilla del viento sobre las plumas de la cordillera, espesa luz de germen y pezones, aurora ciega amamantada por los ungüentos terrenales de la implacable latitud lluviosa, de las cerradas noches manantiales, de las cisternas matutinas. Y aun en las llanuras como láminas del planeta, bajo un fresco pueblo de estrellas, rey de la hierba, el ombú detenía el aire libre, el vuelo rumoroso y montaba la pampa sujetándola con su ramal de riendas y raíces.

América arboleda, zarza salvaje entre los mares, de polo a polo balanceabas, tesoro verde, tu espesura.

Germinaba la noche en ciudades de cáscaras sagradas, en sonoras maderas, extensas hojas que cubrían la piedra germinal, los nacimientos. Útero verde, americana sabana seminal, bodega espesa, una rama nació como una isla, una hoja fue forma de la espada, una flor fue relámpago y medusa, un racimo redondeó su resumen, una raíz descendió a las tinieblas.